Ciudades oxidadas y un Cristo en el jardín

07 de Septiembre de 2009


En algún punto de Maramures, al norte de Rumanía, hay un pequeño pueblo que ni siquiera aparece en el mapa y cuyo nombre soy incapaz de recordar. Sé que está a unos kilómetros de Baia Mare, ciudad que recuerdo porque al tratar de atravesarla con nuestro coche de alquiler nos perdemos varias veces. Somos incapaces de encontrar la salida; más que una ciudad parece una madeja de lana enredada. Una urbe renqueante con aspecto de escombrera donde todo, hasta las piedras, parece estar cubierto de óxido y cemento. Nada encaja con ese nombre marinero evocador de sinsentidos, porque sabemos que Baia Mare no limita con el mar. Por fin conseguimos dar con el final de la madeja, o con el principio, no lo sé; el caso es que continuamos nuestro camino. Vuelven las montañas y los bosques y el aire limpio. Cada vez que recorremos un país en coche tenemos una norma: encontrar habitación de hotel antes de las cuatro de la tarde porque si no lo hacemos sabemos lo que nos espera: cansancio, ojos irritados, nerviosismo y una discusión segura. Sería más o menos esa hora cuando llegamos al pueblo cuyo nombre no logramos recordar. Nos adentramos en él y no encontramos nada, ni hotel ni vida casi. Más edificios grises con aspecto de ir a desmoronarse en cualquier momento, o de durar cien años más, que las fachadas a veces engañan. Damos media vuelta y continuamos con la esperanza de encontrar otro pueblo cerca, pero para nuestra sorpresa ese pueblo gris arremolinado en torno a una plaza irregular se convierte en una hilera de casas de colores alegres a ambos lados de la carretera y en unos minutos (muchos pueblos rumanos se asientan a ambos lados de la carretera y pueden ser increíblemente largos) encontramos un cartel anunciando el Motel Cristal. Lo vemos entre montañas y pinos, a la izquierda, de color verde manzana. Nos quedamos. Soltamos las mochilas en el suelo enmoquetado de la habitación y salimos al balcón, que da al río y a los bosques. Me encanta el olor a frío. Escuchamos el rumor del agua entre la espesura. Hay que dar un paseo. Tomamos la dirección contraria al núcleo del pueblo. Preferimos las casas de colores, el verde y los Cristos crucificados en los jardines. Que no es que nosotros seamos religiosos, pero la imagen resulta curiosa. Parece ser que el comunismo no hizo mucha mella en las creencias religiosas de los rumanos, especialmente en estas zonas del norte, porque esos Cristos tienen pinta de llevar muchos años allí, inamovibles, vigilando calles y carreteras desde los jardines de las casas.
El pueblo se acaba. Al final, una explanada de grava y un bar que parece un aserradero. Escuchamos el chirrido de unas ruedas. Damos un salto nervioso. Por un momento creo que nos van a atropellar. Un Dacia amarillo canario se detiene delante del bar; de él salen siete u ocho chavales, uno detrás de otro, como en un anuncio. Se ríen de nosotros, del susto que nos hemos llevado. Acabamos por reír nosotros también, ¿qué otra cosa podemos hacer? Damos media vuelta, regresamos al motel y cogemos el coche. Vamos al otro lado del pueblo, al gris. Ha oscurecido y todavía parece más deslucido. Encontramos un bar abierto. Está vacío. Nos sentamos en unos asientos forrados de falso cuero granate. La cerveza, de medio litro por supuesto, nos sabe a gloria. Comienza a entrar gente. Casi todos son hombres que nos saludan con amabilidad y hablan con nosotros a pesar de que con gestos les indicamos que no entendemos nada. Eso no les frena, siguen conversando y se ríen y nosotros nos sentimos bastante torpes, rozando la estupidez.
Nos gustaría comer algo, pero allí no dan de comer así que seguimos bebiendo y para cuando salimos del bar estamos borrachos y hambrientos. Afortunadamente, tenemos provisiones en el hotel.
A la mañana siguiente amanecemos descansados y es que los colchones de Rumanía son increíblemente cómodos. Sin duda este es un gran país para dormir (claro que todavía no hemos llegamos a ese hotel-cuchitril llamado, con sorna imagino, La perla de Maramures, pero esa es otra historia). Descansados, el entusiasmo por este país aumenta con cada despertar. Hablamos de que la parte más gris de este pueblo también tiene su encanto. Nos gustó el bar en el que estuvimos la noche anterior, de hecho, varios meses después, seguimos hablando de él, porque la cerveza costaba ochenta céntimos el medio litro y porque estábamos en un entorno extraño pero amable y esa es una combinación perfecta. Nos decimos que incluso Baía Mare también tenía su aquel. Será el maravilloso colchón de la cama, no lo sabemos, pero esa mañana estamos dispuestos incluso a apreciar la belleza subrepticia de las ciudades oxidadas, porque parece que también quieren decirnos algo.
Fotografías: Ainhoa

 

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Un paseo por Sighisoara

21 de Julio de 2009







Salonul Magic. Acabamos de encontrar una nueva palabra para nuestra lista. El idioma rumano es latino y muchas de sus palabras son reconocibles para nosotros, con la particularidad de que terminan en “ul”: parcul, arcul, camionul… Es tan divertido que hace días que el perro pasó a ser perrul y el gato gatul, aunque de momento no podamos confirmar que sea así de verdad. El Salonul Magic tiene un anacrónico letrero en forma de espejo enmarcado por unos rizos herrumbrosos (me recuerda al espejo de la madrastra de Blancanieves); es una peluquería situada en una plaza de la parte baja de Sighisoara, ciudad medieval amurallada de la región de Transilvania que fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1999.
Tras añadir salonul a nuestra lista, tomamos la empinada calle que nos llevará a la Torre del Reloj, en la ciudad alta.
Es un día nublado y amenaza lluvia, pero nos gusta, y es que pensar en una Transilvania soleada nos produce más pavor que el mismísimo Conde Drácula.
La Torre del Reloj, que tiene un precioso tejado de fantasía hecho de tejas de cerámica policromada, mide sesenta y cuatro metros y fue construida en la segunda mitad del Siglo XIV. El reloj de la torre tiene unas figurillas de madera que simbolizan los días de la semana. Nos paramos a observar el conjunto y no se nos ocurre una entrada más apropiada para la ciudad alta.
Las calles están prácticamente vacías y la atmósfera es tan serena y acogedora que fantaseamos con la idea de comprar una de esas casitas color melocotón y trasladarnos a vivir aquí.
Frente a la Torre del Reloj se abre una plaza en la que se encuentra, convertida en bar, la casa donde vivió Vlad Dracul, el padre de Vlad Tepes, el príncipe valaco en el que se inspiró Bram Stoker para crear a su famoso conde. La ciudad es tan encantadora que casi nos habíamos olvidado de que aquí nació Drácula, en 1431, reza la inscripción del busto de piedra de Vlad Tepes que encontraremos más adelante. En realidad se llamaba Vlad Draculea; Tepes quiere decir “empalador”, apodo que se ganó por afición que el voivoda sentía por esta técnica de tortura y muerte. Dracul significa dragón o demonio, de donde deriva Draculea, “hijo de Dracul”.
En la Piata Cetatii, la plaza principal de la ciudad alta que está rodeada de edificios de las épocas renacentista y barroca, hay uno que hace esquina en cuya fachada hay una cabeza de ciervo de madera con cuernos de tamaño natural, justo lo que faltaba para rematar ese aire de irrealidad que nos rodea.
Seguimos caminando por calles adoquinadas y por otras sin pavimentar, entre casas azules, naranjas, rosas, verdes, con tejados que parecen hechos de gigantescas escamas de pez, hasta que encontramos la Muralla que rodea la ciudad alta. Se remonta en su mayoría al siglo XIV, cuando se amplió y fortificó precipitadamente tras los ataques mongoles de 1241. Se conservan nueve de las catorce torres originales, casi todas restauradas, según podemos apreciar dando un paseo por la cara externa, entre maleza y gallinas.
Descendemos hacia la ciudad baja para cruzar el río Târnava. Al otro lado del puente nos recibe, blanca y rotunda como una novia glotona, la Catedrala Ortodoxa, construida a principios del siglo XX. Entramos buscando un poco de calor porque el frío es ahora más intenso. Nos sentamos en una vulgar silla de madera y es que el interior de muchas basílicas tiene un desconcertante aire provisional y luce mobiliario de casa (como el reloj de cocina que hay aquí incrustado en el altar), sillas de comedor o mesas cubiertas con llamativos manteles de plástico sobre los que encontramos velas y estampitas. Observamos en silencio los rituales de los fieles que, a pesar de no ser hora de misa, encontramos allí rezando. Se santiguan al revés que los católicos, primero el hombro derecho y luego el izquierdo, y lo hacen tres veces en el umbral de la iglesia y también delante de la imagen a la que le rezan en privado, pintada sobre los muros o sobre madera. Éstas últimas suelen estar protegidas por cristal para que los fieles las puedan besar. Muchos de ellos recorren prácticamente la basílica, parando delante de cada imagen y besando el cristal que las aísla.
Cuando salimos ya ha anochecido y comenzamos a tener hambre. Hemos visto algunos restaurantes en la ciudad alta que tenían muy buena pinta, pero nos encontramos con la sorpresa de que están llenos. Entonces nos preguntamos, ¿de dónde ha salido toda esta gente? Porque, de acuerdo, había algunos turistas, pero no parecían suficientes como para llenar todos los restaurantes de la parte alta de la ciudad. Volvemos a la ciudad baja y encontramos mesa libre en un restaurante italiano llamado Concordia. Hoy no toca experimentar con la gastronomía rumana (sus sopas, la carne y unas tortas de patata que nunca olvidaremos son excelentes). Pasta y cerveza y un ambiente calentito que agradecemos. Las raciones son abundantes y el precio muy asequible. Aunque a nuestro alrededor el ambiente es ruidoso y la gente juega a las cartas y fuma y bebe cerveza sin parar como si estuviéramos en un bar de uno de los pueblos mineros del norte, la decoración es tan moderna que parece un restaurante de Manhattan. Salvo por una mesa de alemanes, somos los únicos extranjeros. Frente a nosotros se reúne un grupo de chicos y chicas que parece celebrar algo. Uno de ellos pide una pizza de la que podrían comer diez personas y no exagero. Parece que todos sus amigos le toman el pelo y están pendientes de él, como el resto del restaurante, por lo que se afana en no defraudar a un público tan agradecido y cuando se zampa en último trozo nos mira y sonríe con gesto triunfal. Le devolvemos el gesto levantando nuestros vasos, casi vacios, hacia él. Pedimos un par de cervezas más. Se está tan bien aquí…

Fotografías: Ainhoa y Paco

 

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Cuaderno de Rumanía (3)




En la región histórica de Bucovina, en Rumanía, me encontré con algo más que los impresionantes monasterios declarados Patrimonio de la Humanidad; viajando por aquellas carreteras, que a veces se convierten en camino sin avisar, descubrí los paisajes de mis cuentos infantiles. Valles de un verde plastidecor, bosques de hayas, casitas de colores, colinas mordisqueadas por la niebla y pueblos minúsculos de tejados rojos. Y además está el silencio y una extraña soledad acogedora, y el deseo de no querer marcharte.
Fotografías: Ainhoa

 

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El cementerio alegre




Sapanta es un pequeño pueblo rumano próximo a la frontera con Ucrania que en los últimos años está adquiriendo cierta notoriedad debido a su cementerio. Y eso que en él no hay enterrado ningún Jim Morrison ni ninguna Edith Piaf.
Después de la II Guerra Mundial, el artesano local Stan Ion Patras decidió que el arte funerario necesitaba un poco de alegría y color; que en lugar de lamentar la muerte, había que celebrar la existencia de los que habían dejado de existir. Y sus vecinos estuvieron de acuerdo con él.
El cementerio alegre de Sapanta, el cimiterul vesel, es pequeño. En el centro hay una iglesia que está siendo restaurada y que no podemos visitar. Tampoco nos importa demasiado porque nosotros estamos allí por los muertos, para que nos cuenten su historia.
Las lápidas son de madera y están pintadas de azul. Sobre ellas, talladas, hay inscripciones que hablan, en primera persona, de la vida del difunto, de sus virtudes y sus defectos, que nadie es perfecto, ni siquiera muerto. Algunas también cuentan cómo murieron, como la niña que fue atropellada por un coche al salir de su casa y se pregunta el porqué. Apenas entendemos unas cuantas palabras sueltas pero nos ayudamos de las escenas pintadas sobre la madera.
En ellas vemos al médico, al maestro, al cazador, al lechero, al comunista, a la señora que borda o hace quesos, que cuida de sus hijos, al campesino con su guadaña, a otro con su tractor, al borrachín bailando en el bar y al que imaginamos chulo del pueblo (fallecido no hace mucho) orgulloso de su deportivo rojo. Porque aunque Patras haya muerto, sus discípulos han continuado su obra con el mismo estilo del maestro. Un museo al aire libre en el que la muerte no parece tan triste; ni siquiera tan definitiva.

 

Bucarest







Bucarest se merece un poquito más de atención. Hay que hacerle justicia. Vale que aún tiene la cara sucia y que de vez en cuando se mete el dedo en la nariz, que si te acercas mucho huele como a rancio, pero aún así, creo que de verdad lo está intentando, que se esfuerza por agradar aunque todavía no sepa muy bien cómo hacerlo. Y por eso es ahora cuando deberíamos prestarle un poco más de atención, antes de que se vuelva una ciudad engreída e insolente, como Praga, como Budapest, que se dejan querer por los turistas al tiempo que le dan la espalda a sus habitantes, aquellos que tanto las quisieron aun cuando eran feúchas y estaban despeinadas.
Por el momento Bucarest es tomada como ciudad de partida de la ruta hacia el castillo donde se supone (pero nadie puede afirmar) que habitó Vlad Tepes, el voivoda valaco que inspiró el personaje de Bram Stoker. Qué error más grande. Porque ese castillo es anodino y nada terrorífico y además está lleno de gente mientras que Bucarest permanece sentada en un rincón para no molestar, pero con deseos de ser aceptada entre las chicas bonitas, como una muchacha tímida en un baile. Y para ello se pavimentan calles, se mejora la red de metro, se restauran basílicas y se pintan las fachadas de esos palacetes que hicieron que un día se refirieran a ella como la París del Este. Yo le doy unos cinco años para que comience a estar incluida en esos terribles circuitos que te arrastran de los pelos con tu beneplácito a través de diez ciudades en apenas unos pocos días. Estoy segura de que en cinco años escucharé a la gente cacarear sus virtudes, referirse a su belleza con emoción. ¡Qué bonito! ¡Qué fácil!, exclamaré. Y me enfadaré, y diré que yo estuve allí cuando nadie la quería, recorrí sus calles, infatigable, entre zanjas, baches y un tráfico endemoniado; busqué su belleza y la encontré, ¡claro que la encontré! y además por entonces, diré también, la cerveza era baratísima.

 

posted by Ainhoa on 4:44 p. m. under ,

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