El rostro de las letras.


Hace unos meses leí un artículo escrito por Juan Cruz en el periódico El País, que llevaba por título El librero del cheque, que comenzaba de la siguiente manera:
“Se escapó de la escuela con una mujer diez años mayor que él, dio la vuelta al mundo cuando era un adolescente, cumplió el sueño de su padre de ser librero, es capaz de viajar de Londres a cualquier sitio del mundo para encontrarse con un amigo y leerle un manuscrito propio, o de levantar el dedo en una subasta y quedarse (por 4.1 millones de euros) con un libro que la historia ha convertido en un libro raro.”
Esas pocas líneas capturaban una vida que así, en frío, sin conocer ningún detalle, ya se antojaba fascinante. Dudé por un momento; no sabía si quería conocer los pormenores de una historia que parecía deshacerse del aura romántica prometida al comienzo cuando se mencionan esos brutales 4.1 millones de euros. La curiosidad pudo más, así que continué leyendo.
El caso es que ese niño de quince años que se fugó de la escuela con una mujer de veinticinco, hoy tiene cincuenta años y es uno de los libreros más prósperos del planeta. Desde el primer libro raro que compró ha llovido mucho, y parece ser que se ha labrado una prestigiosa carrera creando bibliotecas de acaudalados personajes, aconsejando a prestigiosos clientes, ayudando con la restauración de ejemplares preciosos, persiguiendo libros imposibles alrededor del mundo o participando en subastas en nombre de personas anónimas que confían plenamente en su instinto. Con todo eso, más alguna que otra pelea con los bancos, pudo el pasado catorce de julio levantar un dedo que valía 4.1 millones de euros y hacerse con el First Folio, de Shakespeare.
Comprar y vender libros raros. No se me puede ocurrir una profesión mejor que aquella que hace que la vida gire alrededor de los libros; que no te convierta en un mendigo de tiempo para poder sacar el jugo a la literatura.
La fotografía que ilustra el reportaje nos muestra a un hombre sonriente y despeinado, como si se acabara de levantar de la cama; su rostro, sereno y travieso, parece no conocer inquietudes, o quizá sea esa vida de apariencia fascinante la que sirve de escudo contra la preocupación. El rostro de la felicidad de las letras. El rostro que yo podría tener si me atreviera a alejarme definitivamente de los números.

 

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Un día memorable


Ayer fue un día tan memorable como miserable. Un día de apariencia insulsa e incluso absurda, falto de movimiento y palabra hablada. Un día que un hipotético observador externo hubiera calificado de vacío o perdido.
Me levanté a eso de las nueve de la mañana sabiendo, gracias a un desagradable dolor de espalda, que había cometido el terrible error de haber dormido más horas de las debidas. La cabeza aturdida y un injustificado mal humor confirmaron lo que ya sabía. Los años pasados habitando mi cuerpo me hacían sospechar que las siguientes horas de luz no iba a soportar estar en mi propia piel.
Tras el aseo diario y el desayuno, que no pasaron de ser parte de la rutina puesto que ninguno de los dos contribuyó a aliviar la pesadez cerebral y corporal que me atenazaba, me quedé sentada en el sillón, la mirada perdida, los oídos obstruidos, el tacto áspero, el olfato enfadado. Sentada. Observando la nada a través de unos muebles que ya no me gustaban, una televisión que no quería encender y unos libros que no quería leer. Parpadeé y regresé de la nada para empezar a odiar porque era lo único que me sentía capaz de hacer. Todavía no comprendo por qué me acordé de la dependienta que unos días antes me había atendido en una zapatería de la calle Alcalá. Una muchacha delgada y pelirroja, parlanchina y simple, que contaba a su compañera de trabajo con orgullo gritón cómo una mujer adinerada, porque, tía, la gente que tiene pasta, se nota, la había mirado en el aeropuerto con, al parecer, bastante insistencia y cómo ella, tan segura de su chabacano encanto, se había pavoneado ante la acaudalada en cuestión. Cómo la odié desde mi posición inerte, sentada en el sillón. La veía delante de mí, con ese torpe maquillaje y esos aires de grandeza y escuchaba su voz chillona contando tamaña estupidez y comencé a pensar en cómo algo tan complejo como el ser humano al que se le ha encomendado la inmensa tarea de existir puede convertirse en algo tan estúpido y simple. Cómo la vanidad es fuente de felicidad. La frecuencia con la que la felicidad se confunde con la frivolidad. La misma ignorancia de lo que realmente pueda ser la felicidad. ¿Para qué molestarnos en buscarla cuando los sucedáneos, las malas imitaciones nos asaltan a cada paso? Mi subconsciente pareció darse cuenta de que no poseía información suficiente para seguir trabajando en una teoría que tal como acudió a mi mente, se marchó. Y entonces llegó el recuerdo del metro sin aire acondicionado y el abanico que siempre olvido en casa y las ganas que me entran de cargarme al pobre conductor del metro que sé que no tiene la culpa de nada pero yo tampoco y no tengo porqué sudar todas las cremas que me pongo para frenar las consecuencias del irremediable paso del tiempo. Y del metro pasé a la madre de una paciente que acudió a la clínica donde trabajo, una señora maleducada y desconfiada a la que le hubiera escupido en la cara si no fuera porque tengo más educación que ella. Y entonces volví a reflexionar sobre la estupidez del ser humano, que se empeña en crear problemas, en provocar malentendidos, para hacer de su vida un lugar más interesante. Reconocí que yo también lo he hecho en alguna ocasión y eso no contribuyó precisamente a mejorar mi estado de ánimo.
Recordé que tenía que ir a comprar el pan y no quería hacerlo porque hacía demasiado calor y mi cuerpo no soporta muy bien el calor. Pero, si mi cuerpo no soporta bien el calor, ¿por qué me siento tan atraída por los paisajes desérticos? ¿Será por la amplitud espacial? Obligados como estamos la mayoría de los habitantes de las grandes ciudades a vivir en espacios indignos, el desierto se me antoja el paraíso, carente de obstáculos para la vista, impregnado de luz, inabarcable. Anduve perdida por un desierto imaginario, todavía con la mirada suspendida en la nada, todavía con dolor de espalda.
No fui a comprar el pan. De hecho, no salí de casa en toda la mañana. Me quedé sentada en el sillón, mirando al frente, agotada y con ganas de llorar.
Y entonces llegó Paco y me escuchó cuando le conté lo de la dependienta de la zapatería y lo del metro y la estupidez de la gente y cómo me cargaría a la mitad de la humanidad. Y él me miraba y sonreía comprensivo y yo comencé a sentirme un poquito mejor. Por la tarde nos fuimos al Carrefour a seguir odiando a la humanidad, ahora armada con sus carritos repletos de comida basura, dando voces para localizar a sus mocosos que andan perdidos por los pasillos. Compartimos nuestro odio en el escenario ideal. Volvimos a nuestra casa, nuestro refugio silencioso y acogedor y de repente la vida ya no parecía tan terrible.
Y ahora que he escrito todo esto, pienso que quizá ese día no haya resultado tan vacío o tan perdido.

 

posted by Ainhoa on 6:51 p. m. under

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Turquía





Acabo de regresar de Turquía y mi mente, siempre caprichosa y haciendo gala de un gusto exquisito, ha comenzado a desterrar a los dominios del olvido los momentos de tedio y agonía provocados por la necesidad de cubrir varios cientos de kilómetros en compañía a veces no deseada.
Como decía, mi mente ha preferido quedarse con el brillo de las ruinas de Éfeso, la bondad de las formas de la Capadocia admiradas por fuera, por dentro y desde el cielo a bordo de un globo aerostático, o el canto del almuédano rasgando la húmeda atmósfera de la noche en Estambul. Por sus calles nos perdimos una y mil veces y jamás nos alegraremos lo suficiente. Visitamos mezquitas ignoradas por los turistas y tomamos el amargo té turco en compañía turca, siempre amable, siempre sonriente, en teterías cuyas mesas diminutas buscaban la sombra en callejones imposibles. El palacio de Topkapi, la bizantina Cisterna de la Basílica, la ineludible Santa Sofía, la Mezquita Azul (triste escenario de la escasa, además de mala, educación que reina en el feliz mundo del turista común, incapaz de distinguir un rezo de una atracción de feria), los restos del Hipódromo, el Bazar de las Especias, pequeño y encantador, y el Gran Bazar, inmenso aunque no tan bullicioso como esperaba... Las calles empinadas que desembocan en el mar, enjambre de tiendas y tenderetes y de personas atareadas, que compran y venden, que van y vienen con sus mercancías en bolsas, en carritos o echadas con valentía a la espalda. La mezquita Süleymaniye, el lujo de la paz a nuestro alcance, la Mezquita Nueva, la de Rüstem Pasa...Todas tan bonitas, con su exuberante cerámica decorando los muros, sus lámparas redondas suspendidas a medio camino entre el suelo y las maravillosas cúpulas, con decenas de luces titilantes contribuyendo a crear una atmósfera envolvente y en cierto modo seductora para mí, ajena a sus creencias, a su fe, a cualquier fe, a pesar de lo cual encontré cierto placer irracional en descalzarme y caminar sobre aquellas impolutas alfombras, en ponerme un velo y cubrirme, en sentarme en la parte de atrás de un buen puñado de mezquitas, sin apenas comprender nada y deseando ser invisible.
Y por la noches, tras la cena, acudimos a nuestra cita en el Aile Café, en el interior de un cementerio, donde tomamos té de diferentes sabores y fumamos una pipa de agua, atendidos por un camarero agotado por el trabajo que, a pesar de todo, nos saluda con cariño y jamás pierde la sonrisa.
Y no puedo olvidar la experiencia del baño turco en un hermoso edificio del Siglo XVI, que te limpia la piel y el espíritu y te renueva y relaja, quién lo diría, con un brusco masaje. ¡Qué lujo, el agua! Agua por todos los lados, derramada sin remordimientos.
Tras Estambul e integrados ya en un numeroso grupo de personas, Bursa, donde visitamos la Mezquita Verde, cuya belleza emana directamente de la fuente tallada que se encuentra en el interior, algo único en el mundo.
Tras Bursa, Éfeso, donde comenzaremos nuestro trasiego por las antiguas civilizaciones. Imponente la Biblioteca de Celso, construida entre el 114 y el 117 A.C., de la que sólo permanece en pie la fachada, custodiada por las estatuas de Sofía (sabiduría), Areté (virtud), Ennoia (intelecto) y Episteme (conocimiento). Cercanos están los restos del Burdel, que en su día albergó una estatua del dios griego de la fertilidad, Príapo. El majestuoso teatro, excavado en la ladera del monte Pión, nos ofrece un sitio en sus gradas y la posibilidad de imaginar cómo debía de ser acudir allí hace miles de años.
Más kilómetros; no importa si el destino es Hierápolis o, mejor dicho, lo que queda de ella: tras haber disfrutado de una posición importante en el periodo helenístico acabó sumergida por el agua y los depósitos de travertino que dieron lugar a otra de las atracciones de la zona: Pamukkale, las cascadas de algodón (qué decepción, ¿por qué ha de ser tan evidente la manipulación del hombre en semejante milagro de la naturaleza, aunque éste esté ya cansado de mostrarse tan bonito como antaño? ). Pero volviendo a Hierápolis: para llegar a ella, primero se ha de atravesar la imponente necrópolis, la más grande de Anatolia, en la que hay más de mil doscientas tumbas, sarcófagos y túmulos que van desde el periodo helenístico hasta el cristiano primitivo pasando, claro está, por el romano. Hierápolis la visitamos al atardecer, cuando un ligero viento nos hace olvidar la aspereza del sol, que comienza ya a esconderse. Sólo somos tres personas caminando por la vía flanqueada por columnas que nos conducirá hasta el arco de Domiciano. Tres personas, el viento y la luz ambarina despidiéndose del sol y la certeza de que ese será un momento que recordaremos siempre.
Más kilómetros (gracias John Frusciante, gracias Ryszard Kapuscinski, por hacer que las distancias no parecieran tan distantes) y, por fin, Capadocia, con cuyas peculiares formas nos topamos casi de bruces al atardecer, ¿podría ocurrir algo mejor? Allí uno se transforma en paisaje, se traslada a otra época, se convierte en otro, en el que de verdad le gustaría ser si se atreviera a intentarlo. Porque ese paisaje de formas quiméricas que esconde mil y un secretos se te ofrece para que lo tomes, para que no olvides llevarte un pedacito suyo contigo.
Y de nuevo, al día siguiente, el atardecer; éste inmenso, con el solemne valle extendiéndose delante de nuestros ojos y el cielo, más infinito que nunca, exhibiendo sanguíneos colores que tiñen unas deshilachadas nubes que parecen haber surgido de la nada.
Con todo esto me quedo, empeñada como estoy en olvidar que las circunstancias me hicieron viajar con demasiada gente insolidaria y gruñona (entre la que, eso sí, había gloriosas excepciones), que se afanaba más en echar de menos la tortilla de patata que en dejarse aniquilar suavemente por un país que, de inmediato sabes, te permitirá volver a nacer sintiéndote un poquito mejor.

 

posted by Ainhoa on 3:59 p. m. under

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