Sapanta es un pequeño pueblo rumano próximo a la frontera con Ucrania que en los últimos años está adquiriendo cierta notoriedad debido a su cementerio. Y eso que en él no hay enterrado ningún Jim Morrison ni ninguna Edith Piaf.
Después de la II Guerra Mundial, el artesano local Stan Ion Patras decidió que el arte funerario necesitaba un poco de alegría y color; que en lugar de lamentar la muerte, había que celebrar la existencia de los que habían dejado de existir. Y sus vecinos estuvieron de acuerdo con él.
El cementerio alegre de Sapanta, el cimiterul vesel, es pequeño. En el centro hay una iglesia que está siendo restaurada y que no podemos visitar. Tampoco nos importa demasiado porque nosotros estamos allí por los muertos, para que nos cuenten su historia.
Las lápidas son de madera y están pintadas de azul. Sobre ellas, talladas, hay inscripciones que hablan, en primera persona, de la vida del difunto, de sus virtudes y sus defectos, que nadie es perfecto, ni siquiera muerto. Algunas también cuentan cómo murieron, como la niña que fue atropellada por un coche al salir de su casa y se pregunta el porqué. Apenas entendemos unas cuantas palabras sueltas pero nos ayudamos de las escenas pintadas sobre la madera.
En ellas vemos al médico, al maestro, al cazador, al lechero, al comunista, a la señora que borda o hace quesos, que cuida de sus hijos, al campesino con su guadaña, a otro con su tractor, al borrachín bailando en el bar y al que imaginamos chulo del pueblo (fallecido no hace mucho) orgulloso de su deportivo rojo. Porque aunque Patras haya muerto, sus discípulos han continuado su obra con el mismo estilo del maestro. Un museo al aire libre en el que la muerte no parece tan triste; ni siquiera tan definitiva.
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