Mi amiga me dice que Marrakech le ha parecido decepcionante. Probablemente sea culpa mía, del entusiasmo con el que se la describí. Quizá por eso mi amiga esperaba encontrarse con una ciudad de belleza fácil, tan evidente como la que posee la ganadora de un concurso de misses.
Pero Marrakech no es así, no es de las que se planta delante de uno para ofrecerse con descaro y efectivas poses. Ella se muestra poco a poco y nunca por completo.
Primero te pone a prueba en la medina, con sus calles angostas y repletas de gente, de motocicletas, de vendedores ambulantes, de burros que tiran de carros llenos de cualquier cosa susceptible de ser transportada, de tenderetes sobrecargados. Después, piensas que la ciudad te está tomando el pelo porque ninguna de que esas calles conduce a monumentos fastuosos ni a opulentas mezquitas ni a grandes avenidas, sino que te conducen a ellas mismas, a su bullicio de colores y abalorios, una y otra vez. Y sigues caminando, y tropezando y tratando de esquivar las motocicletas que se abalanzan sobre ti sin miramientos hasta que te detienes en un puesto de frutos secos y compras unas nueces; después contemplas el colorido de los pañuelos que se exhiben en la tienda de al lado, el de las babuchas, el de las cuentas de los collares, el de las alfombras que cubren las paredes, acaricias un bolso de cuero repujado, paras en otro puesto y tomas un zumo de naranja…
Entonces entiendes que todo está ahí, en ese plato de cous-cous, en el té con hojas de menta, en los encantadores de serpientes y las tatuadoras que tatúan con henna en la plaza Djemaa el Fna, en el jardín de naranjos, en la silueta que la Menara dibuja en el horizonte al atardecer, en la tienda de artesanía que tienes que atravesar si quieres llegar a las tumbas Saadies, en Abdelhadi y la mañana que pasamos en su casa compartiendo té y vivencias, en el desayuno frente a la Koutubia.
Eduardo Jordá escribió que Dublín es para él un estado de ánimo que le resulta muy grato. Cuando lo leí, pensé que a mí me ocurría lo mismo con Marrakech.
Fotografía: Plaza Djemaa el Fna, por la mañana
posted by Ainhoa on 12:35 p. m.
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Viajes
6 comentarios:
muy bonito como espresas tus sensaciones, es verdad que las ciudades te enamoran por las sensaciones que en ellas percibes. besos
Sí, supongo que al final lo que quedan son las sensaciones, los momentos pequeños que te hacen sentir bien y que lo mismo pueden ocurrir en la Torre eiffel que en un café perdido de un barrio perdido de Estambul.
Muchas gracias por el comentario.
Un abrazo.
Estuve en la Plaza Jemma El-Fna hace años y guardo el recuerdo de un lugar donde era posible comprar o vender casi de todo,encantadores de serpientes,vendedores de agua,carros...a mí me pareció fascinante.
Un saludo!
A mí también me lo pareció, tanto estando inmersa en el bullicio como observando el trasiego desde alguna de las terrazas de los restaurantes que hay en la plaza.
Por cierto, no sé si leíste el comentario que te dejé en la entrada de "Elephant", en la buena, porque las otras dos aparecieron ahí por error de conexión entre blogger y youtube y las tuve que eliminar. Me hubiera gustado guardar tu comentario pero no pude. Lo siento.
Saludos.
Mi estado de ánimo ahora es Dublín. Una ciudad ajetreada, algo gris, pero llena de música.
Tu amiga se equivocó con imaginar una ciudad distinta. Cada uno debe sentir suya cada ciudad-
Un saludo
Maite
Gracias por el comentario, Maite.
No sé si mi amiga se equivocó; simplemente no le gustó tanto como esperaba. A veces pasa.
Espero que la música aligere el peso del ajetreo y del color gris de tu estado ánimo.
Un saludo.
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