En algún punto de Maramures, al norte de Rumanía, hay un pequeño pueblo que ni siquiera aparece en el mapa y cuyo nombre soy incapaz de recordar. Sé que está a unos kilómetros de Baia Mare, ciudad que recuerdo porque al tratar de atravesarla con nuestro coche de alquiler nos perdemos varias veces. Somos incapaces de encontrar la salida; más que una ciudad parece una madeja de lana enredada. Una urbe renqueante con aspecto de escombrera donde todo, hasta las piedras, parece estar cubierto de óxido y cemento. Nada encaja con ese nombre marinero evocador de sinsentidos, porque sabemos que Baia Mare no limita con el mar. Por fin conseguimos dar con el final de la madeja, o con el principio, no lo sé; el caso es que continuamos nuestro camino. Vuelven las montañas y los bosques y el aire limpio. Cada vez que recorremos un país en coche tenemos una norma: encontrar habitación de hotel antes de las cuatro de la tarde porque si no lo hacemos sabemos lo que nos espera: cansancio, ojos irritados, nerviosismo y una discusión segura. Sería más o menos esa hora cuando llegamos al pueblo cuyo nombre no logramos recordar. Nos adentramos en él y no encontramos nada, ni hotel ni vida casi. Más edificios grises con aspecto de ir a desmoronarse en cualquier momento, o de durar cien años más, que las fachadas a veces engañan. Damos media vuelta y continuamos con la esperanza de encontrar otro pueblo cerca, pero para nuestra sorpresa ese pueblo gris arremolinado en torno a una plaza irregular se convierte en una hilera de casas de colores alegres a ambos lados de la carretera y en unos minutos (muchos pueblos rumanos se asientan a ambos lados de la carretera y pueden ser increíblemente largos) encontramos un cartel anunciando el Motel Cristal. Lo vemos entre montañas y pinos, a la izquierda, de color verde manzana. Nos quedamos. Soltamos las mochilas en el suelo enmoquetado de la habitación y salimos al balcón, que da al río y a los bosques. Me encanta el olor a frío. Escuchamos el rumor del agua entre la espesura. Hay que dar un paseo. Tomamos la dirección contraria al núcleo del pueblo. Preferimos las casas de colores, el verde y los Cristos crucificados en los jardines. Que no es que nosotros seamos religiosos, pero la imagen resulta curiosa. Parece ser que el comunismo no hizo mucha mella en las creencias religiosas de los rumanos, especialmente en estas zonas del norte, porque esos Cristos tienen pinta de llevar muchos años allí, inamovibles, vigilando calles y carreteras desde los jardines de las casas.
El pueblo se acaba. Al final, una explanada de grava y un bar que parece un aserradero. Escuchamos el chirrido de unas ruedas. Damos un salto nervioso. Por un momento creo que nos van a atropellar. Un Dacia amarillo canario se detiene delante del bar; de él salen siete u ocho chavales, uno detrás de otro, como en un anuncio. Se ríen de nosotros, del susto que nos hemos llevado. Acabamos por reír nosotros también, ¿qué otra cosa podemos hacer? Damos media vuelta, regresamos al motel y cogemos el coche. Vamos al otro lado del pueblo, al gris. Ha oscurecido y todavía parece más deslucido. Encontramos un bar abierto. Está vacío. Nos sentamos en unos asientos forrados de falso cuero granate. La cerveza, de medio litro por supuesto, nos sabe a gloria. Comienza a entrar gente. Casi todos son hombres que nos saludan con amabilidad y hablan con nosotros a pesar de que con gestos les indicamos que no entendemos nada. Eso no les frena, siguen conversando y se ríen y nosotros nos sentimos bastante torpes, rozando la estupidez.
Nos gustaría comer algo, pero allí no dan de comer así que seguimos bebiendo y para cuando salimos del bar estamos borrachos y hambrientos. Afortunadamente, tenemos provisiones en el hotel.
A la mañana siguiente amanecemos descansados y es que los colchones de Rumanía son increíblemente cómodos. Sin duda este es un gran país para dormir (claro que todavía no hemos llegamos a ese hotel-cuchitril llamado, con sorna imagino, La perla de Maramures, pero esa es otra historia). Descansados, el entusiasmo por este país aumenta con cada despertar. Hablamos de que la parte más gris de este pueblo también tiene su encanto. Nos gustó el bar en el que estuvimos la noche anterior, de hecho, varios meses después, seguimos hablando de él, porque la cerveza costaba ochenta céntimos el medio litro y porque estábamos en un entorno extraño pero amable y esa es una combinación perfecta. Nos decimos que incluso Baía Mare también tenía su aquel. Será el maravilloso colchón de la cama, no lo sabemos, pero esa mañana estamos dispuestos incluso a apreciar la belleza subrepticia de las ciudades oxidadas, porque parece que también quieren decirnos algo.
posted by Ainhoa on 11:03 a. m.
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2 comentarios:
Me gusta especialmente la segunda foto...no se..el estilo de la casa y la cantidad de verde de alrededor me ha recordado el día que pasamos en Sighisoara...
Que tal tu pie? espero que mucho mejor...
La segunda foto es el Motel Cristal (me encanta el nombre).
El pie..., bueno, va mejorando, pero muy lentamente.
Besos.
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