El mes pasado hizo diez años que regresé de Dallas, donde viví durante un año. Es curioso, pero durante estos diez años no ha habido un solo día en el que no haya recordado algo de aquella experiencia, aunque sea en forma de ráfaga luminosa apenas reconocible. Y digo luminosa porque Dallas es así. El sol, pocos días ausente, lanza sus rayos furiosos contra las inmensas fachadas de cristal de los rascacielos, y éstas reverberan y deslumbran, como un ídolo hipnotizador. La luz, el calor pegajoso, el invierno fugaz. Las calles sin aceras, porque Dallas es una ciudad pensada para los coches en la que caminar resulta extravagante. Y los centros comerciales, apabullantes, coloridos, ruidosos, fuente absurda de diversión absurda que aquí estamos importando con ilusión. Las carreteras, seis carriles en cada sentido, cientos de restaurantes de comida rápida reclamando la atención desde los lados con gigantescos carteles. Everything is big in Texas, todo es grande en Texas, uno de sus lemas más famosos. El otro, Don´t mess with Texas, es decir, ni se te ocurra meterte con Texas. Sorprende la amable simplicidad de sus habitantes, orgullosos de ser lo que son, de su acento arrastrado, de sus sombreros de cow-boy y sus camisas de flecos, que cantan el himno nacional emocionados, en los rodeos, en los partidos de baloncesto, en los partidos de lo que sea, con la mano en el corazón (o la mano en el sombrero y el sombrero en el corazón). Allí los chicos te piden citas y te sacan a bailar, como me contaba mi abuela que hacían en sus tiempos. Allí hay discotecas a las que es mejor no ir si no quieres acabar con una bala alojada en tu cuerpo, porque sólo en la puerta de las bibliotecas te piden que dejes el arma de fuego fuera. Quizá en las iglesias también lo hagan, pero es que nunca fui a misa en Dallas. En los cines lo que se pide es que, por favor, sea tan amable de quitarse el sombrero para que los que tiene detrás puedan ver. Y en los supermercados las cajeras (casi siempre mujeres, cincuentonas, rubias, con los dedos llenos de anillos y exceso de rimmel en las pestañas) te preguntan qué tal estás hoy, how are you doing today?, con su acento arrastrado, con su amabilidad aparentemente inocente y sincera ocultando la obligación que es para ellas tratar bien al cliente. Qué me importaban a mí sus razones, sus motivos ocultos. Aquellas señoras me hacían sentir bien. Porque yo estaba lejos de los míos, y sólo tenía veintiún años y no tenía ni idea de quién era y estaba allí, en el corazón de una ciudad de cristal, huraña y feota, de la que lo único que sabía antes de ir era que en ella tenía un rancho J.R. y que en sus calles habían asesinado a Kennedy. Con el tiempo aprendí muchas cosas más, de ella, de mí, (sobre todo de mí) y ahora, cuando echo la vista atrás, ya no me parece tan huraña y tan feota sino un lugar capaz de devolverme cada día unos recuerdos que me ayudan a tomar impulso para seguir adelante.
4 comentarios:
¿Diez años ya? Tú te fuiste a Dallas y yo a Londres ¡Qué diferencia! creo que tienes razón y esos viajes nos cambiaron mucho, aunque quizás, tambien, fuera la edad de cambiar y decidir a qué le daríamos importancia a partir de entonces...ninguna eligió las opciones típicas. Respondiendo a tus preguntas de blog a blog: Las fotos son de fiestas y el piso de mis padres está al final de García Noblejas, osea que antes de que te vayas a Alfaro nos tomamos un café por el barrio?
Pues sí, diez años ya. Parece increíble. A veces me pregunto cómo hubiera sido mi vida sin haber vivido en Dallas porque creo que es la experiencia que más me ha marcado.
Cuando quieras tomamos ese café. Llámame cuando te venga bien, que ya sabes que ahora tengo mucho tiempo libre.
Un besito.
Muy bien escrito Ainhoa. Haces que algo que resulta alejado, extraño y aparentemente feo suene muy muy apetecible.
Saludines
Supongo que si la experiencia merece la pena, el entorno en el que la has vivido se transforma. Porque la verdad es que, objetivamente, Dallas no es una ciudad bonita, pero en mis recuerdos sí que lo es y eso es con lo que me quedo.
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