Hace ya casi un par de meses que regresé de Marruecos, donde pasamos una semana fantástica y estrambótica, a nuestro aire, sin que nadie nos dijera cuánto tiempo podíamos pasar en cada lugar.
Llegamos con nuestras mochilas al diminuto aeropuerto de Marrakech y, tras cambiar nuestros euros por Dirhams, salimos en busca de un taxi que nos llevara a nuestro hotel, que al estar situado en una de las estrechas callejuelas de la Medina, ni siquiera el taxista sabía cómo llevarnos hasta él. Tras consultar con varios colegas, por fin emprendimos la marcha. El hotel (Riad Nora), era un pequeño palacete de cuatro habitaciones con un precioso patio en el centro al que se accedía por una diminuta puerta que no hacía presagiar la belleza que nos esperaba en su interior.
La Medina de Marrakech no es muy grande y sus calles están atestadas de pequeños comercios de todo tipo, gente y motocicletas con las que tienes que tener un extremo cuidado para no acabar atropellado. El punto destacado es la plaza Djema el Fnaa, donde hay cientos de puestos de comidas, tatuadoras de henna, encantadores de serpientes, músicos y gente, mucha gente. Los restaurantes tienen amplias terrazas donde se puede degustar un delicioso cous-cous mientras disfrutas del espectáculo ajetreado que se desarrolla en la plaza.
La Koutubia, hermana gemela de la giralda de Sevilla, es otro punto clave de la ciudad. Al no ser musulmanes no pudimos visitar su interior, pero estuvimos sentados en los jardines que la rodean, disfrutando del sol y la agradable temperatura.
También visitamos las Tumbas Saadies, pertenecientes a la dinastía anterior a la de los alauitas, a la que pertenece el rey actual. Para llegar y disfrutar de sus jardines de naranjos, tuvimos que atravesar una tienda de artesanía.
Marrakech no es una ciudad monumental, no tiene muchos lugares que visitar, su encanto reside en las calles estrechas y en su gente, pausada y amable. Una mañana, paseando por los alrededores del Palacio Real, que tampoco se puede visitar, un hombre con su bebé en brazos, nos preguntó si necesitábamos ayuda y nos indicó qué lugares visitar. Seguimos hablando con él por las calles de la Kasbah hasta que llegó a su casa. Al ir a despedirnos nos invitó a tomar el té y aceptamos movidos por su amabilidad. Pasamos allí la mañana, tomando un delicioso té de menta, conversando en inglés y francés. Como recuerdo, nos hicimos unas fotos para las que nos prestó unas chilabas confeccionadas por su mujer, a la que no conocimos, a pesar de que fue ella la que nos preparó el té. Una agradable y sorprendente visita de la que nos llevamos un buen recuerdo.
Después de unos días en Marrakech decidimos contratar una excursión para cumplir uno de mis sueños: dormir en el desierto. Cruzamos el Atlas en un jeep conducido por un abuelo de aspecto despreocupado adicto a la velocidad. Hubo momentos en lo que pensé que no llegaría a cumplir los 32. Hicimos una parada el Ouarzazate, tras visitar una kasbah, una ciudad cuyos edificios están hechos de barro, que surge majestuosa en medio de la nada.
Llegamos a Zagora al anochecer y por el camino pudimos observar la mutación del paisaje (de las cumbres nevadas del Atlas a los oasis al aproximarnos al Sáhara), de la luz (del sol amable a la luz rosada del atardecer) y de la indumentaria de la gente, sobre todo de las mujeres que, cuanto más al sur, sus ropas estaban hechas de visillos negros bajo los que se adivinaban telas de vibrantes colores.
Al campamento del desierto llegamos ya de noche. Cenamos en una tienda hecha con mantas, la sopa más insulsa que he comido nunca y un delicioso tagine de pollo. Después disfrutamos de los cánticos de los nómadas al calor del fuego y más tarde nos fuimos a la cama, un colchón fino tirado en el suelo de otra tienda hecha con mantas. ¡Qué frío pasé! Eso es algo indescriptible. Tenía el rostro congelado y me dolía todo el cuerpo, pero ¿qué importa eso ahora comparado con la posibilidad de ver amanecer en el desierto, de disfrutar de esos colores que me ofreció el cielo? Tras desayunar a base de té, pan, mantequilla y mermelada, emprendimos el regreso a Zagora, pero esta vez en camello. Mi camello resultó ser una animal de lo más encantador y, aunque al principio iba un poco tensa, al final logré sentirme tan cómoda con el balanceo que hasta iba sin manos.
Regresamos a Marrakech encomendándonos a Alá para que las ansias de velocidad de Hussein no fueran impedimento para acabar la excursión felizmente.
Nuestra siguiente parada fue Essaouira, un pueblecito costero, antiguo reducto hippy, donde disfrutamos de una par de días de paz absoluta, paseando a orillas del mar, visitando las numerosas galerías de arte que hay (compré un cuadro de estilo naïf que me encanta contemplar cada mañana cuando me despierto), comiendo y bebiendo (nada de alcohol, claro).
Como conclusión decir que el marroquí es pausado y alegre, descuidado (cuando regresamos al hotel, exhaustos tras nuestra experiencia en el desierto, el director del hotel se había olvidado de nosotros, que éramos los únicos huéspedes aquella noche, y había cerrado el hotel. Tras la milagrosa aparición de una antigua trabajadora del hotel que contactó con él, vino luciendo una media sonrisa en la cara, como si fuera un niño travieso después de haber hecho una de las suyas) y un incondicional del trapicheo (antes de encontrar al taxista que definitivamente nos llevó a Essaouira, me peleé con otro y con su intermediario, dos personajes poco claros, en mitad de una plaza llena de hombres). Pero, sobre todo, es amable y hace que la visita a su país sea una auténtica delicia.
3 comentarios:
¿Qué pasa, que ya no escribes?
¿Y esas fotos y el relato del viaje a Roma?
Ya lo sé, ya lo sé. Es que últimamente estoy muy liada, pero prometo actualizarlo en breve.
Y tú, ¿qué? ¿Para cuando esas cañitas?
Ya, yo llevo un montón intentando hacer una página con fotos de mis viajes, y nunca saco tiempo para terminarla.
Esta semana complicado lo de las cañas. ¿Qué tal la siguiente?
Odio los Lunes...
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