El buscador
¿Qué sería de mí, los domingos por la tarde, cuando el estómago se llena de incomodidad ante la perspectiva del regreso al trabajo un lunes más, si en Telecinco no hubieran tenido la brillante idea de producir ese programa maravilloso llamado “El Buscador”? Sólo necesito ver el sumario, presentado con increíble seriedad por ese individuo patético (lo siento, no recuerdo su nombre y no me voy a molestar en buscarlo) que parece ir a comunicarnos la erradicación de la pobreza en el mundo, para echarme a reír. Da igual el tema que traten, tanto si sale la Pantoja (memorable esa “reconstrucción” de la llamada que le hizo Julián Muñoz desde la cárcel el día de su cumpleaños), como si aparece una doctora dando el parte médico de Jesucristo, el cual, somos informados desde la puerta del Hospital 12 de Octubre de Madrid, murió de politraumatismo.
Los reportajes suelen tratar sobre estupideces supinas que son avaladas por “expertos” y magnificadas por el semblante grave y concentrado de los reporteros. No podemos ignorar tampoco la edición de dichos reportajes, animados con música que ni la mejor película de suspense, y efectos especiales que resaltan los detalles que corroboran sin duda semejante información.
¿Y el tratamiento que dan a todas las cornadas sufridas por los mozos en los encierros celebrados a lo largo y ancho de esta España nuestra? Si el mozo ha tenido la suerte de sobrevivir, es entrevistado y forzado a relatarnos varias veces lo que sintió en esos espeluznantes instantes. Si el mozo murió, nos repetirán las imágenes una docena de veces, a cámara lenta, rápida, desde lejos o desde cerca.
¡Qué despliegue de medios! ¡Qué profesionalidad! ¡Qué rigurosidad en la información!
Tengo que reconocer que a veces me divierto más viendo este programa que con el mítico sketch de Martes y Trece titulado “Glorias de España”, aunque me asusta pensar que alguien pueda creer que lo que nos ofrecen es información seria y minuciosa.
Me gusta. No me gusta.
Me gusta…
Me gusta la sonrisa de Paco, levantarme temprano, escuchar las canciones de John Frusciante con los ojos cerrados, las patatas a la riojana y la soledad que emana de los cuadros de Hopper. Me gusta desayunar jamón serrano, té y nueces. Me gusta sentir la luz del sol colándose por las ventanas del salón una mañana de domingo, salir a la compra con mi madre y compartir con ella el aroma de las calles de mi pueblo en los días de invierno, porque mi pueblo, Alfaro, también me gusta mucho. Me gusta el foie, el tenis, la trilogía de El Padrino, copiar en cuadernos aquéllos pasajes de los libros en los que me reconozco, My way, de Frank Sinatra y que mi hermano pequeño todavía me llame “tata”. Me río con el humor seco de las gentes del norte y cada día con Bea y Montse. Me gusta el color amarillo, los cactus y el grito desesperado de Jim Morrison al comienzo de una canción cuyo título no recuerdo. Me gusta el vino, ver amanecer en el Cabo de Gata y una buena conversación con Natalia. Me gusta que el día del chupinazo todas las amigas luzcamos la misma camiseta. Me gusta la manita del niño que aparece en el cuadro Las tres edades de la vida, de Gustav Klimt, viajar en tren, con los paisajes mostrándose a ráfagas ante mis ojos atentos, leer el blog de Rodrigo, el pacharán e imaginar que un día tendré un perro chow-chow al que llamaré Ulises. Me gusta el olor a lluvia y la libertad del desierto, los magnolios de los Jardines de Sabatini, la filosofía de vida de Simone de Beauvoir, la mermelada de fresa y el carácter pacífico de mi amiga Wen. Me gusta leer a Virginia Woolf y a Oscar Wilde, me gusta encontrarme cada mañana un email de Pelayo en la bandeja de entrada, los pastelitos de la Pantera Rosa y las películas de Woody Allen. Me gusta pasear por las calles de París, las tonterías de Monsieur Fenosa o escuchar la llamada a la oración, al amanecer, desde el balcón de un hotel en Dakar. Me gusta el olor de las librerías de viejo, el olor de cualquier librería.
No me gusta...
No me gusta la gente que viaja al extranjero y pasa todo el tiempo acordándose de la tortilla de patata y repitiendo aquello de “como en España, en ningún sitio”. No me gusta hacer la compra en grandes superficies, los garbanzos, la ropa color burdeos, los libros de Paulo Coelho o la voz de Alejandro Sanz. No me gusta la falta de aire acondicionado en el metro durante el verano, dormir con pijama, los huevos cocidos, que los padres pongan sus nombres a sus hijos, los cinturones blancos, mis pies. No me gusta la pimienta negra, los libros de autoayuda, la gente que sale del estanco, abre la cajetilla recién comprada y arroja el plástico al suelo. El olor a café me causa dolor de estómago, ver envejecer a mis padres, también. No me gusta planchar, ni aquéllas personas que se empeñan en desplegar el periódico, y plantarlo debajo de mis narices, en un vagón de metro atestado de gente. No me gusta quedarme dormida en el sofá, los bollos rellenos de cabello de ángel, el tacto del terciopelo, no tener nunca tiempo para visitar a Ana, ni aquellos que van en sus coches deportivos, con las ventanillas bajadas para que el mundo se entere de su pésimo gusto musical, superando todos los límites de velocidad. Sé que no suena muy humano pero no puedo evitar desear que se estrellen con la próxima farola que se encuentren. No me gusta tener los brazos tan gruesos, ni la cara de Zaplana, tampoco la de Acebes, los perfumes de Carolina Herrera, tener que trabajar de lunes a viernes, que se me mueran todas las plantas que compro. No me gusta tener tiempo libre y no saber qué hacer con él. No me gusta no encontrar las palabras exactas para expresarme cuando en mi cabeza todo parece tan claro.
Me gusta, no me gusta; ser o no ser.
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