Un día memorable
Ayer fue un día tan memorable como miserable. Un día de apariencia insulsa e incluso absurda, falto de movimiento y palabra hablada. Un día que un hipotético observador externo hubiera calificado de vacío o perdido.
Me levanté a eso de las nueve de la mañana sabiendo, gracias a un desagradable dolor de espalda, que había cometido el terrible error de haber dormido más horas de las debidas. La cabeza aturdida y un injustificado mal humor confirmaron lo que ya sabía. Los años pasados habitando mi cuerpo me hacían sospechar que las siguientes horas de luz no iba a soportar estar en mi propia piel.
Tras el aseo diario y el desayuno, que no pasaron de ser parte de la rutina puesto que ninguno de los dos contribuyó a aliviar la pesadez cerebral y corporal que me atenazaba, me quedé sentada en el sillón, la mirada perdida, los oídos obstruidos, el tacto áspero, el olfato enfadado. Sentada. Observando la nada a través de unos muebles que ya no me gustaban, una televisión que no quería encender y unos libros que no quería leer. Parpadeé y regresé de la nada para empezar a odiar porque era lo único que me sentía capaz de hacer. Todavía no comprendo por qué me acordé de la dependienta que unos días antes me había atendido en una zapatería de la calle Alcalá. Una muchacha delgada y pelirroja, parlanchina y simple, que contaba a su compañera de trabajo con orgullo gritón cómo una mujer adinerada, porque, tía, la gente que tiene pasta, se nota, la había mirado en el aeropuerto con, al parecer, bastante insistencia y cómo ella, tan segura de su chabacano encanto, se había pavoneado ante la acaudalada en cuestión. Cómo la odié desde mi posición inerte, sentada en el sillón. La veía delante de mí, con ese torpe maquillaje y esos aires de grandeza y escuchaba su voz chillona contando tamaña estupidez y comencé a pensar en cómo algo tan complejo como el ser humano al que se le ha encomendado la inmensa tarea de existir puede convertirse en algo tan estúpido y simple. Cómo la vanidad es fuente de felicidad. La frecuencia con la que la felicidad se confunde con la frivolidad. La misma ignorancia de lo que realmente pueda ser la felicidad. ¿Para qué molestarnos en buscarla cuando los sucedáneos, las malas imitaciones nos asaltan a cada paso? Mi subconsciente pareció darse cuenta de que no poseía información suficiente para seguir trabajando en una teoría que tal como acudió a mi mente, se marchó. Y entonces llegó el recuerdo del metro sin aire acondicionado y el abanico que siempre olvido en casa y las ganas que me entran de cargarme al pobre conductor del metro que sé que no tiene la culpa de nada pero yo tampoco y no tengo porqué sudar todas las cremas que me pongo para frenar las consecuencias del irremediable paso del tiempo. Y del metro pasé a la madre de una paciente que acudió a la clínica donde trabajo, una señora maleducada y desconfiada a la que le hubiera escupido en la cara si no fuera porque tengo más educación que ella. Y entonces volví a reflexionar sobre la estupidez del ser humano, que se empeña en crear problemas, en provocar malentendidos, para hacer de su vida un lugar más interesante. Reconocí que yo también lo he hecho en alguna ocasión y eso no contribuyó precisamente a mejorar mi estado de ánimo.
Recordé que tenía que ir a comprar el pan y no quería hacerlo porque hacía demasiado calor y mi cuerpo no soporta muy bien el calor. Pero, si mi cuerpo no soporta bien el calor, ¿por qué me siento tan atraída por los paisajes desérticos? ¿Será por la amplitud espacial? Obligados como estamos la mayoría de los habitantes de las grandes ciudades a vivir en espacios indignos, el desierto se me antoja el paraíso, carente de obstáculos para la vista, impregnado de luz, inabarcable. Anduve perdida por un desierto imaginario, todavía con la mirada suspendida en la nada, todavía con dolor de espalda.
No fui a comprar el pan. De hecho, no salí de casa en toda la mañana. Me quedé sentada en el sillón, mirando al frente, agotada y con ganas de llorar.
Y entonces llegó Paco y me escuchó cuando le conté lo de la dependienta de la zapatería y lo del metro y la estupidez de la gente y cómo me cargaría a la mitad de la humanidad. Y él me miraba y sonreía comprensivo y yo comencé a sentirme un poquito mejor. Por la tarde nos fuimos al Carrefour a seguir odiando a la humanidad, ahora armada con sus carritos repletos de comida basura, dando voces para localizar a sus mocosos que andan perdidos por los pasillos. Compartimos nuestro odio en el escenario ideal. Volvimos a nuestra casa, nuestro refugio silencioso y acogedor y de repente la vida ya no parecía tan terrible.
Y ahora que he escrito todo esto, pienso que quizá ese día no haya resultado tan vacío o tan perdido.
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4 comentarios:
Quién no conoce estos días raros... Los tengo a menudo y me enfado conmigo mismo por ello. Aunque al final casi siempre te das cuenta que la vida no está tan mala - y pensando en estos momentos raros a veces me río de mi estupidez. La próxima vez que me pasa ya sé que es lo que tengo que hacer - voy a leer este texto, veo que a los otros también les pasa, me río un poco y ya está.
No hay dia sin noche, no hay frio sin calor, no hay bueno sin malo. Y si no hay malo pues lo creas para tener la referencia mínima que haga que no se pierda la sensación de su contrapunto.
Mi compañero de piso dice que su gata solamente odia. Tu también sabes amar, ironizar y hacer metafora, así que: enhorabuena, no eres un gato. Aunque tus ojos digan lo contrario.
Besos.
Como me gusta esa última frase, Rodrigo.
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