Calor

Durante estos días de intenso calor, mi vida ha transcurrido como en una película de Eric Rohmer, como si no pasara nada en apariencia pero en realidad estuviera ocurriendo de todo. Al menos dentro de mi cabeza, que es donde ocurren las cosas más significativas. Porque, como ya he señalado varias veces en entradas anteriores, soporto muy mal el calor, me quedo sin fuerzas y no puedo pensar con claridad. Así que lo que hago es encerrarme en casa con mi fiel aire acondicionado, (como mucho salgo a comprar el pan o a dar algún paseo tempranero), y me entrego con pasión a actividades que requieren un mínimo esfuerzo físico. Leo, libros de viajes principalmente (qué forma más maravillosa de ir lejos, muy lejos), veo alguna película (Viaje a Darjeeling, una recomendación que vino desde Capri , es con la que más he disfrutado) o escucho millón y medio de veces seguidas Bleeding me (“I am the beast that feeds the feast”). Eso es lo que hago, recluirme con mis obsesiones y mis paranoias, más feliz que Zaplana en un centro de bronceado. Pero ahora que parece que las temperaturas han comenzado a bajar me encuentro con esta duda existencial: ¿de verdad quiero que este calor se consuma a sí mismo y desaparezca para volver a tener un cierto control sobre mi persona, o prefiero que se quede y así poder utilizarlo como excusa perfecta para seguir encerrada en mi casa y en mi cabeza, escenarios ideales ambos de una existencia diseñada a medida de mis desvaríos?

 

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Un estado de ánimo


Mi amiga me dice que Marrakech le ha parecido decepcionante. Probablemente sea culpa mía, del entusiasmo con el que se la describí. Quizá por eso mi amiga esperaba encontrarse con una ciudad de belleza fácil, tan evidente como la que posee la ganadora de un concurso de misses.
Pero Marrakech no es así, no es de las que se planta delante de uno para ofrecerse con descaro y efectivas poses. Ella se muestra poco a poco y nunca por completo.
Primero te pone a prueba en la medina, con sus calles angostas y repletas de gente, de motocicletas, de vendedores ambulantes, de burros que tiran de carros llenos de cualquier cosa susceptible de ser transportada, de tenderetes sobrecargados. Después, piensas que la ciudad te está tomando el pelo porque ninguna de que esas calles conduce a monumentos fastuosos ni a opulentas mezquitas ni a grandes avenidas, sino que te conducen a ellas mismas, a su bullicio de colores y abalorios, una y otra vez. Y sigues caminando, y tropezando y tratando de esquivar las motocicletas que se abalanzan sobre ti sin miramientos hasta que te detienes en un puesto de frutos secos y compras unas nueces; después contemplas el colorido de los pañuelos que se exhiben en la tienda de al lado, el de las babuchas, el de las cuentas de los collares, el de las alfombras que cubren las paredes, acaricias un bolso de cuero repujado, paras en otro puesto y tomas un zumo de naranja…
Entonces entiendes que todo está ahí, en ese plato de cous-cous, en el té con hojas de menta, en los encantadores de serpientes y las tatuadoras que tatúan con henna en la plaza Djemaa el Fna, en el jardín de naranjos, en la silueta que la Menara dibuja en el horizonte al atardecer, en la tienda de artesanía que tienes que atravesar si quieres llegar a las tumbas Saadies, en Abdelhadi y la mañana que pasamos en su casa compartiendo té y vivencias, en el desayuno frente a la Koutubia.
Eduardo Jordá escribió que Dublín es para él un estado de ánimo que le resulta muy grato. Cuando lo leí, pensé que a mí me ocurría lo mismo con Marrakech.
Fotografía: Plaza Djemaa el Fna, por la mañana

 

posted by Ainhoa on 12:35 p. m. under

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Un otoño con Auster y Murakami


A principios del próximo mes, Anagrama publicará Un hombre en la oscuridad, la última novela de Paul Auster lo que, por supuesto, ya ha provocado la aparición de varios artículos en los medios culturales e incluso en los que no lo son.
Según he leído, la historia tiene como protagonista a August Brill quien, tras sufrir un accidente, no puede dormir y pasa las noches inventando historias. En una de esas historias nace Owen Brick y a partir de ahí, parece ser que la novela se convierte en dos. Me alegro de que septiembre esté al caer.
Y a principios de octubre, Tusquets publicará After dark, la nueva de Haruki Murakami. Un crítico norteamericano ha dicho de ella que parece haber salido de un cuadro de Edward Hopper. Después de esto yo ya no necesito saber mucho más sobre la trama. De hecho, no quiero saber más; lo que quiero es que llegue el momento de ir a la librería, de comprar la novela, manosearla y olerla antes de disfrutar de unas cuantas tardes de felicidad tumbada en mi sofá.
Si es que por algo el otoño es mi estación favorita...

 

posted by Ainhoa on 12:07 p. m. under

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La risa del senegalés

Llegó justo cuando terminábamos de desayunar. El restaurante, en comparación con el resto del hotel, tenía un desconcertante aire moderno gracias a un mínimo mobiliario en rojo y negro. La habitación en la que habíamos pasado la noche también era minimalista, pero de una forma mucho más áspera. Las paredes estaban pintadas en un tono verde desvaído, las baldosas del suelo eran rugosas y estaban descoloridas. En el baño la luz no paraba de temblar, el grifo del lavabo goteaba y el agua tenía un color pardo un tanto sospechoso. Afortunadamente, las camas no eran del todo incómodas.
A las cinco de la mañana, tal vez las seis, el almuecín entona la llamada a la oración. Me despierto sin saber muy bien dónde estoy, empapada en sudor. Él también se despierta. Salimos al balcón envueltos en las sábanas. Ante nosotros se extiende una ciudad destartalada en la que no sabemos si los edificios están a medio construir o se están derrumbando. Vemos a un mendigo que dormía en una acera dirigirse al centro de la calle, con paso lento, y colocarse en dirección a la Meca para comenzar el rezo. Entonces nos miramos y sonreímos, casi con vergüenza, porque empezamos a comprender que la palabra injusticia va a perder definitivamente su carácter abstracto y porque, a pesar de todo, nos gusta estar allí, en ese balcón, escuchando la llamada doliente a los fieles, envueltos en un calor pegajoso, tan lejos de Madrid, tan diferentes y libres, y con la extraña sensación de estar un poco más cerca de lo que queremos ser.
Como ya he dicho, vino a buscarnos cuando estábamos terminando de desayunar. Era un senegalés delgado y fibroso, de unos cuarenta años, que nos sorprendió con su castellano casi perfecto y sus movimientos precisos. Su voz era tosca, sonaba desgastada, pero te miraba a los ojos al hablar. No tardamos mucho en descubrir su carácter alegre y lo mucho que le gustaba reír.
A lo largo de aquellos días, mientras recorríamos las carreteras, que en realidad eran caminos de arcilla llenos de baches y charcos que parecían lagunas, nos contó infinidad de historias. Era un hombre orgulloso y presumía de sus días de luchador; decía pertenecer a una tribu de hombres fuertes y ágiles, e incluso, aseguró, había llegado a luchar con leones. También había estado en Madrid e insistía en que las nuevas barriadas que se estaban construyendo en Dakar se parecían mucho a las de Majadahonda, tratando de maquillar de esta forma el evidente atraso de su país. En esas situaciones no me manejo demasiado bien (el sentimiento de culpa del occidental) y no me atreví a decirle que no hacía falta, que nadie les estaba acusando de nada. ¿Acaso se les podía acusar de algo? También nos habló del carácter sagrado del baobab y de los poderes curativos de su fruto, el pan de mono. Manifestó sin pudor su odio hacia los franceses así como la admiración que sentía por Léopold Sédar Senghor, poeta senegalés que llegó a ser el primer presidente de la república tras independizarse de Francia. Historias y más historias, algunas creíbles; las otras, las que no lo eran tanto, eran las más divertidas.
Con él recorrimos Dakar, sus mercados, sus calles descompuestas. Nos presentó a comerciantes y artistas, todos igual de risueños y orgullosos. Viajamos en piragua entre los manglares del delta del Siné-Saloum, visitamos el Lago Rosa, la Isla de las Conchas y la de Goreé, donde nos explicó que no sudaba porque no comía grasa y apenas bebía, y allí estábamos nosotros, medio muertos, sudando años de embutidos y cocidos.
Recuerdo una tarde en un campamento de casas de adobe, a orillas del mar, donde tuvimos que esperar varias horas a que en un poblado cercano dieran permiso para poner en marcha el generador de luz y agua. Nos sentamos fuera de nuestra cabaña rojiza, en el suelo, mientras anochecía y una suave brisa refrescaba el ambiente. No recuerdo exactamente de qué hablamos, pero sí recuerdo su risa, efusiva y afable, y la nuestra, más comedida. También recuerdo que pensé que quizá Senegal no tuviera grandes monumentos y seguramente sus paisajes fueran de los más discretos de África, pero en ese momento marginal, todavía sucios por la arcilla del camino, con las primeras estrellas asomando en el cielo, aquel lugar me pareció el más hermoso del planeta.

 

posted by Ainhoa on 5:24 p. m. under

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El credo de Paul Bowles


"El credo de Bowles era sencillo. Creía que el amor era un obsesión anormal. No tuvo amigos de verdad, y cuando los tuvo (como ocurrió con el escritor guatemalteco Rodrigo Rey Rosa) su relación fue la del padre que no quería tener hijos con el hijo que no quería tener padre. Decía que eran mucho más interesantes las historias que podían terminar mal que aquellas que salían bien. Repetía a menudo la misma frase: "Yo no soy nadie". Insistía en que la palabra "cruel" y la palabra "realista" eran sinónimas. El pasado le parecía un paisaje inalterable del que no lamentaba nada. Si alguien mencionaba la palabra "moral", Bowles replicaba: "¿Quién decide qué es moral y qué no lo es?" Cuando alguien le hablaba de Tánger o del resto del mundo , él gruñía con desdén: "Todo empeora". Y estaba convencido de que las dunas del desierto eran el paisaje más hermoso del mundo, tal vez el único bello de verdad."

Eduardo Jordá ( Las fotos de Paul Bowles, incluído en su libro Los lugares que no cambian)

 

posted by Ainhoa on 7:11 p. m. under ,

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Master of Puppets y unas entradas para la ópera




El jueves pasado cumplí treinta y tres años. Yo siempre había creído que moriría joven pero, como dice mi amado con ese humor suyo, eso ya no puede ser.
Pasé el día hablando con mi familia y mis amigos. Por la noche tenía las orejas doloridas y el corazón contento. También me hice con unas cuantas promesas de futuras celebraciones con unos y con otros, porque unos están aquí y otros allí. Y con unas entradas para la ópera Un ballo in Maschera, de Verdi, y el Master of puppets, de Metallica, por cortesía de mi amado, el que me llama vieja con tanta gracia. En conjunto (genial conjunto), uno de los mejores regalos que me han hecho nunca.
Con Metallica me meto hasta en la ducha; para disfrutar de Verdi tendré que esperar hasta octubre. Entonces os contaré.

 

posted by Ainhoa on 9:45 p. m. under ,

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