

Un cielo azul líquido. Las nubes avanzan como si fueran humo. De fondo se oyen las voces de unos chicos haciendo deporte. La noche se precipita y solo nos deja ver la luz de una farola.
Así comienza Elephant, anocheciendo.
El día siguiente será un día otoñal de sol débil, con las hojas de los árboles cubriendo las aceras. Uno más, en apariencia.
John tendrá que lidiar con su padre alcohólico, Elías seguirá haciendo fotografías para completar su portafolio, Nathan se reunirá con su novia después del entrenamiento, Michelle tratará de sobrevivir otra jornada a pesar de sus complejos...
Todo parece tan normal que produce escalofríos. Puede que sea ese instituto, tan silencioso a veces como un templo. Puede que sea porque la cámara nos obliga a perseguir a los personajes por los pasillos, aunque no queramos, de forma hipnótica, sin poder advertirles de lo que va a ocurrir, manteniendo la distancia. La misma distancia que Gus Van Sant mantendrá durante la matanza.
Aquí no hay héroes de última hora ni conatos de discursos grandilocuentes, no hay resoluciones increíbles; por no haber, no hay ni razones de peso evidentes. Tan solo unas cuantas pistas.
El resto es cosa nuestra, pura especulación, exactamente igual que si hubiera ocurrido en los pasillos de nuestro instituto.