



Acabo de regresar de Turquía y mi mente, siempre caprichosa y haciendo gala de un gusto exquisito, ha comenzado a desterrar a los dominios del olvido los momentos de tedio y agonía provocados por la necesidad de cubrir varios cientos de kilómetros en compañía a veces no deseada.
Como decía, mi mente ha preferido quedarse con el brillo de las ruinas de Éfeso, la bondad de las formas de la Capadocia admiradas por fuera, por dentro y desde el cielo a bordo de un globo aerostático, o el canto del almuédano rasgando la húmeda atmósfera de la noche en Estambul. Por sus calles nos perdimos una y mil veces y jamás nos alegraremos lo suficiente. Visitamos mezquitas ignoradas por los turistas y tomamos el amargo té turco en compañía turca, siempre amable, siempre sonriente, en teterías cuyas mesas diminutas buscaban la sombra en callejones imposibles. El palacio de Topkapi, la bizantina Cisterna de la Basílica, la ineludible Santa Sofía, la Mezquita Azul (triste escenario de la escasa, además de mala, educación que reina en el feliz mundo del turista común, incapaz de distinguir un rezo de una atracción de feria), los restos del Hipódromo, el Bazar de las Especias, pequeño y encantador, y el Gran Bazar, inmenso aunque no tan bullicioso como esperaba... Las calles empinadas que desembocan en el mar, enjambre de tiendas y tenderetes y de personas atareadas, que compran y venden, que van y vienen con sus mercancías en bolsas, en carritos o echadas con valentía a la espalda. La mezquita Süleymaniye, el lujo de la paz a nuestro alcance, la Mezquita Nueva, la de Rüstem Pasa...Todas tan bonitas, con su exuberante cerámica decorando los muros, sus lámparas redondas suspendidas a medio camino entre el suelo y las maravillosas cúpulas, con decenas de luces titilantes contribuyendo a crear una atmósfera envolvente y en cierto modo seductora para mí, ajena a sus creencias, a su fe, a cualquier fe, a pesar de lo cual encontré cierto placer irracional en descalzarme y caminar sobre aquellas impolutas alfombras, en ponerme un velo y cubrirme, en sentarme en la parte de atrás de un buen puñado de mezquitas, sin apenas comprender nada y deseando ser invisible.
Y por la noches, tras la cena, acudimos a nuestra cita en el Aile Café, en el interior de un cementerio, donde tomamos té de diferentes sabores y fumamos una pipa de agua, atendidos por un camarero agotado por el trabajo que, a pesar de todo, nos saluda con cariño y jamás pierde la sonrisa.
Y no puedo olvidar la experiencia del baño turco en un hermoso edificio del Siglo XVI, que te limpia la piel y el espíritu y te renueva y relaja, quién lo diría, con un brusco masaje. ¡Qué lujo, el agua! Agua por todos los lados, derramada sin remordimientos.
Tras Estambul e integrados ya en un numeroso grupo de personas, Bursa, donde visitamos la Mezquita Verde, cuya belleza emana directamente de la fuente tallada que se encuentra en el interior, algo único en el mundo.
Tras Bursa, Éfeso, donde comenzaremos nuestro trasiego por las antiguas civilizaciones. Imponente la Biblioteca de Celso, construida entre el 114 y el 117 A.C., de la que sólo permanece en pie la fachada, custodiada por las estatuas de Sofía (sabiduría), Areté (virtud), Ennoia (intelecto) y Episteme (conocimiento). Cercanos están los restos del Burdel, que en su día albergó una estatua del dios griego de la fertilidad, Príapo. El majestuoso teatro, excavado en la ladera del monte Pión, nos ofrece un sitio en sus gradas y la posibilidad de imaginar cómo debía de ser acudir allí hace miles de años.
Más kilómetros; no importa si el destino es Hierápolis o, mejor dicho, lo que queda de ella: tras haber disfrutado de una posición importante en el periodo helenístico acabó sumergida por el agua y los depósitos de travertino que dieron lugar a otra de las atracciones de la zona: Pamukkale, las cascadas de algodón (qué decepción, ¿por qué ha de ser tan evidente la manipulación del hombre en semejante milagro de la naturaleza, aunque éste esté ya cansado de mostrarse tan bonito como antaño? ). Pero volviendo a Hierápolis: para llegar a ella, primero se ha de atravesar la imponente necrópolis, la más grande de Anatolia, en la que hay más de mil doscientas tumbas, sarcófagos y túmulos que van desde el periodo helenístico hasta el cristiano primitivo pasando, claro está, por el romano. Hierápolis la visitamos al atardecer, cuando un ligero viento nos hace olvidar la aspereza del sol, que comienza ya a esconderse. Sólo somos tres personas caminando por la vía flanqueada por columnas que nos conducirá hasta el arco de Domiciano. Tres personas, el viento y la luz ambarina despidiéndose del sol y la certeza de que ese será un momento que recordaremos siempre.
Más kilómetros (gracias John Frusciante, gracias Ryszard Kapuscinski, por hacer que las distancias no parecieran tan distantes) y, por fin, Capadocia, con cuyas peculiares formas nos topamos casi de bruces al atardecer, ¿podría ocurrir algo mejor? Allí uno se transforma en paisaje, se traslada a otra época, se convierte en otro, en el que de verdad le gustaría ser si se atreviera a intentarlo. Porque ese paisaje de formas quiméricas que esconde mil y un secretos se te ofrece para que lo tomes, para que no olvides llevarte un pedacito suyo contigo.
Y de nuevo, al día siguiente, el atardecer; éste inmenso, con el solemne valle extendiéndose delante de nuestros ojos y el cielo, más infinito que nunca, exhibiendo sanguíneos colores que tiñen unas deshilachadas nubes que parecen haber surgido de la nada.
Con todo esto me quedo, empeñada como estoy en olvidar que las circunstancias me hicieron viajar con demasiada gente insolidaria y gruñona (entre la que, eso sí, había gloriosas excepciones), que se afanaba más en echar de menos la tortilla de patata que en dejarse aniquilar suavemente por un país que, de inmediato sabes, te permitirá volver a nacer sintiéndote un poquito mejor.