Automat


AUTOMAT, 1927
EDWARD HOPPER (1882-1967)
Una cafetería con una iluminación lacónica; en su interior destacan una mesa redonda y dos sillas. Una de las sillas está ocupada por una mujer de unos treinta años, ataviada con un abrigo verde botella con los puños y solapas rematados en negro, y un sombrero de color amarillo cadmio manchado de ocre, que parece destinado a disimular su aparente soledad: la otra silla está vacía.
Ella concentra su mirada en la taza de café que, con burda delicadeza, sujeta con la mano derecha, despojada del guante. La otra mano, todavía enguantada, reposa alerta sobre el frío mármol de la mesa.
Detrás hay una gigantesca cristalera que apenas refleja las luces del interior de la propia cafetería, ignorando sin pudor la escena callejera y nocturna.
El frutero rebosante de coloridas piezas que aparece apoyado en la repisa interior de la cafetería sería el vivaz contrapunto al automatismo de la escena que el título indica.
Pero,¿qué o quién es el autómata en esta escena?, ¿el escenario o el personaje? Porque en esa mirada absorta en el café, en ese precario estar (lleva el abrigo puesto y la mano izquierda permanece enguantada), en esas piernas que, incómodas, se ocultan bajo la mesa, en esa supuesta quietud en definitiva, esa mujer de rostro níveo cuyo nombre ignoramos, puede estar convocando la fuerza y la firmeza necesarias para tomar una decisión trascendental que habrá de cambiar su vida. Quizá sea al abrigo de la noche y en la intimidad impoluta de una cafetería lógicamente vacía en ese momento del día donde ella pueda pensar con claridad, donde pueda vislumbrar el camino a seguir entre el barullo de pensamientos enmarañados que se pelean en su mente. Quizá sea esta una soledad deseada... O quizá no. Puede que sea nueva en la ciudad y no conozca a nadie con quien pasear por calles todavía extrañas y tan ariscas como todo aquello que ignoramos. Puede que no se atreva a mostrar su soledad circunstancial a la luz del día, cuando es más fácil exponerse a la perversidad de una sociedad que tan poco espacio reserva para los solitarios, tanto para los que lo son por vocación como para aquellos que en algún momento de sus vidas son arrojados a sus crueles fauces sin que puedan hacer nada para evitarlo.
Soy consciente de que Hopper con su obra quería describir una sociedad inhóspita e individualista, cuyos habitantes ya no comparten palabras ni pasiones y se han olvidado de vivir al calor reconfortante de la amistad. Esa cafetería impersonal e insensible es el escenario insuperable para un personaje apático y carente de aspiraciones, pero yo, siempre fascinada por las historias que conceden segundas oportunidades, por los renacimientos personales y la valentía romántica del comenzar de nuevo, no puedo resistirme a pensar que quizá esta escena represente un punto de partida hacia una nueva vida más rica en matices y fortunas.

 

posted by Ainhoa on 7:35 p. m. under

1 comentarios:

manuel dijo...

la melancolía y la soledad, creo q nos hacen aumentar la consciencia de estar viviendo.
son el extremo opuesto de lo que se piensa que es haber vivido la vida, pero justamente por estar en el otro extremo son tb sensaciones intensas sobre la vida.

la semana pasada me contaron que varios estudios demuestran que las personas tendemos siempre a buscar un estado de ánimo que nos permita vivir mas o menos felices.
incluso tras una seria catástrofe, nos volvemos a poner en marcha y rehacernos a nosotros mismos.autodefensa.

por eso, estoy contigo en que la melancolia o la tristeza -esa que muestra Hopper en su obra- son sólo puntos de inflexión y de partida hacia adelante,almenos si no a la felicidad, si a rehacernos a nosotros mismos.

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